Maquillaje… La primera visión que despierta este nombre es la que ha promovido la industria cosmética. De hecho, inmediatamente pensamos en colores y cremas aplicados en la piel para modificar su aspecto, realzando las facciones o caracterizándolas por motivos rituales o dramáticos.
En la vida cotidiana, todo maquillaje subraya la originalidad de quien lo usa, oculta sus defectos físicos, y a la vez, le sirve como lenguaje no verbal. ¿Pero es dicha práctica un fenómeno reciente? ¿O más bien se trata de algo que acompaña al ser humano desde la noche de los tiempos?
El significado social del maquillaje queda puesto en evidencia en multitud de manifestaciones públicas de la cultura contemporánea. La publicidad de cosméticos realizada a lo largo del siglo XX y en estos inicios del XXI incide en un tipo de mensaje que, pese a su constante reiteración, parece no perder eficacia a la hora de promover ciertas prácticas.
He aquí una obviedad: las imágenes promocionales de modelos reflejándose en espejos, o despertando la atención de admiradores, son más atractivas por el modo en que sus facciones son embellecidas por el maquillaje. Tanto el espejo como la mirada ajena sirven para enfatizar un comportamiento que oscila entre el narcisismo y la constante voluntad de seducir a los demás.
De estos planteamientos parece haberse generalizado un prejuicio sobre el maquillaje: que éste limita su función al puro afán de belleza. Sin embargo, el hecho de aplicar productos en la piel para modificar colores y texturas no es exclusivo de las sociedades más avanzadas.
Antes al contrario, el enorme repertorio comunicativo del maquillaje tiene un carácter universal, y puede emplearse para agradar, pero también para inspirar temor.
Simbolismo social del maquillaje
Desde un punto de vista antropológico, el maquillaje posee dos funciones esenciales. Por un lado, es una forma de adornar el rostro u otras partes del cuerpo para identificar al individuo como miembro de un grupo o tribu.
Por consiguiente, no hay grandes diferencias entre una joven occidental que sigue la moda y colorea sus ojos según ese patrón coyuntural, y la pobladora de la selva ecuatorial que tiñe su rostro con pigmentos vegetales.
Ambas están declarando, mediante esos colores, que pertenecen a una determinada sociedad. En su lenguaje corporal, resaltan que su identidad forma parte de un grupo capaz de crear modas específicas o de adornar su piel con ciertas tonalidades originales.
Por otra parte, el maquillaje sirve para resaltar la individualidad dentro de ese grupo específico. Los colores del maquillaje son un símbolo de status.
Por ejemplo, cuando un indio txucahamei del Brasil se maquilla, da testimonio de su condición de guerrero: con el rostro teñido de rojo intenso y negro comunica que es hombre, que pertenece a la tribu, que está en edad de luchar y que ha sido iniciado en ciertos misterios religiosos; en suma, que ha alcanzado cierto rango social del cual es distintivo el diseño de su cara.
Algo muy semejante ocurre con las tribus urbanas en las grandes ciudades europeas. Los jóvenes que se integran en esos grupos pueden maquillarse de un modo determinado, identificándose como miembros de esa colectividad y, ante todo, manifestando su rebeldía frente al aspecto uniforme que caracteriza a sus conciudadanos, menos rebeldes y atrevidos en su atuendo.
Su maquillaje comunica, en cierto sentido, toda su filosofía de la existencia.
De esas dos utilidades básicas del maquillaje –pertenencia al grupo y diferenciación individual– se derivan otras funciones, que están condicionadas por las prioridades establecidas en cada sistema social.
Si, como ocurre hoy en Occidente, la juventud es un valor indiscutible, muchos individuos se maquillarán para ocultar los estragos del envejecimiento en su piel.
En el caso de rituales simbólicos, los maquillajes se emplearán para definir ritos de iniciación, como sucede con la pintura blanca que se aplican los aborígenes australianos.
Cuando el rito tiene como fin la ruptura temporal de las convenciones sociales, el maquillaje se convierte en un estridente sistema de comunicación, alejado de todo gregarismo, como ocurre en los carnavales.
Y, finalmente, cuando la actividad social tiene por fin la dramatización de algún hecho, los individuos caracterizan sus facciones para encarnar otras personalidades. Así sucede, por ejemplo, en ciertas danzas folklóricas o en las representaciones teatrales.
El maquillaje se usa siempre para realzar ciertos gestos que es necesario enfatizar por motivos comunicativos. El guerrero papú de Nueva Guinea o el indio sioux de Norteamérica emplean, antes de enfrentarse al enemigo, pinturas que acentúan sus rasgos más temibles, haciendo de su cara un mensaje amenazador.
La modelo de alta costura delinea sus párpados para ofrecer una mirada más expresiva y deseable.
El anacoreta hindú que haya sido iniciado en sus misterios religiosos, decora su frente con motivos que expresan su status espiritual.
Una actriz que debe personificar a una seductora, se pinta sus labios con un rojo muy vivo, que sirve de incitación erótica.
En definitiva, todos ellos emplean los cosméticos para entrar en sociedad y, sin necesidad de palabras, hacer comprender a sus semejantes determinadas peculiaridades de sí mismos.
Historia del maquillaje
Tal y como se deriva de la observación de grupos sociales con una mínima tecnificación (los aborígenes australianos, los bosquimanos surafricanos o los yanomamis de las selvas venezolanas), el maquillaje parece haber estado presente en las relaciones humanas desde la prehistoria.
Los primeros pigmentos aplicados en la piel seguramente tuvieron la misma utilidad que las máscaras, es decir, sirvieron para adoptar ciertas personalidades en ritos propiciatorios o iniciáticos.
A ese carácter mágico fue añadiéndose un deseo de belleza que también parece ligado a la personalidad humana desde tiempos remotos. Pinturas de origen vegetal y mineral fueron empleadas para teñir determinadas zonas del rostro, resaltando la feminidad o masculinidad, el status social o el papel desempeñado en determinadas ceremonias.
Los hombres y mujeres de la civilización egipcia fueron conocidos por su refinado uso de los cosméticos, puesto en evidencia en las diversas muestras de su arte, particularmente en los retratos de los faraones que aún se conservan. Como en otras culturas, la henna se empleó para colorear las uñas, a lo que hay que añadir un preparado de antimonio que servía para dibujar el característico perfil azul visible en los párpados de los faraones.
Ese deseo de delinear los párpados también fue habitual en los antiguos reinos de la India, donde las mujeres recurrieron a la alheña para teñir de rojo sus dedos, las plantas de sus pies y determinadas zonas de sus rostros.
Los avances egipcios en el campo de la cosmética tuvieron su prolongación entre los romanos. Este refinamiento de las civilizaciones antiguas contrasta con la extrema seriedad del Medievo cristiano, que limitó de forma extraordinaria los afeites para el embellecimiento artificial.
No ocurría lo mismo en lugares como Japón, donde las mujeres blanqueaban sus rostros, teñían de negro sus dentaduras, depilaban completamente sus cejas y empolvaban sus nucas, en una muestra sofisticada del maquillaje usado entre la jerarquía dominante de aquel país.
Sin embargo, el uso de polvos para aclarar la piel no fue exclusivo de Oriente. La práctica de blanquearse el rostro, de moda en la Europa del siglo XVIII, tenía como propósito mostrar el nivel social de las personas, pues sólo aquellos individuos que realizaban trabajos manuales sufrían el efecto de los rayos solares, en tanto que la buena sociedad conservaba la palidez.
En el París anterior a la Revolución Francesa se dio asimismo el dibujo de lunares falsos, que podían determinar ciertos mensajes según el lugar en que fueran situados.
Este tipo de prácticas, a veces extravagantes, fue atenuándose, aunque la palidez continuó siendo identificada con belleza femenina hasta comienzos del siglo XX.
Fue en la década de los veinte cuando el vestuario de la mujer cambió de forma radical, y también lo hizo el maquillaje, dando lugar a prácticas como el depilado de las cejas o el uso cada vez mayor de pintalabios.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la emancipación de la mujer favoreció la progresiva aparición de maquillajes más personales y atrevidos, siguiendo, en lo sucesivo, las modas de cada momento.
Además, una mayor expresividad y la paulatina desaparición de ciertos convencionalismos sociales propiciaron el desenvolvimiento de nuevos diseños, nuevas coloraciones, más acordes con el tipo femenino impuesto a partir de la década de los sesenta.
En la prehistoria.
De esta época poseemos muy poca información para poder hablar con exactitud, podemos hablar de sus inquietudes artísticas plasmadas en numerosas pinturas.
Los pintores paleolíticos ya conocían colorantes que utilizaban diluidos en excipientes grasos y que se han conservado fosilizados. Estos pigmentos nos hacen pensar que eran utilizados para adornar su cara y cuerpo.
Se han descubierto restos de sulfuro de antimonio, tubos de pasta ocre de junco y diversos enseres que nos da a pensar que servían para cuidados estéticos.
Mesopotamia
Las fuentes son bastantes escasas. El ideal de
belleza de la época eran caras delgadas, piel clara, cabellos claros o negros y cejas largas.
Sabemos que fabricaban diversos tipos de perfumes. Su mitología nos cuenta que la diosa Istar retocaba sus ojos para llevar su seducción hasta los infiernos. Los ojos se destacaban y se agrandaban con khol, una especie de máscara a base de antimonio. (También utilizado en la actualidad). También utilizaban productos similares como el polo e oro, el rojo Illera y el kalu. Las cejas las pintaban en un solo trazo.
También practicaron la depilación y el cuidado de las uñas, dientes y orejas.